Corner, J. (2009). Terra fluxus


Corner, J. (2009). Terra fluxus. In I. Ábalos (Ed.), Naturaleza y artificio (1st ed., pp. 133–148). Gustavo Gili.
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          En los años inaugurales del siglo XXI el término ‘paisaje’, aparentemente anticuado, se ha vuelto a poner curiosamente de moda. La reaparición del paisaje en la inventiva cultural más amplia se debe en parte al notable aumento de la preocupación por el medio ambiente y de una conciencia ecológica global, al crecimiento del turismo y la subsiguiente necesidad de las regiones de preservar un sentido de identidad propia, y al impacto del crecimiento urbano masivo sobre las zonas rurales. Sin embargo, el paisaje también ofrece una serie de connotaciones imaginativas y metafóricas, especialmente para muchos arquitectos y urbanistas contemporáneos. Sin duda, las escuelas de arquitectura han adoptado el paisajismo en los últimos años, aun cuando hasta hace poco los arquitectos no eran capaces de (o no querían) dibujar ni siquiera un árbol, y mucho menos manifestar interés por el terreno y el paisaje. No obstante, no se trata de un mero interés por la vegetación, los movimientos del terreno y la planificación del terreno, tal como vemos que se propugna actualmente en diversas escuelas de diseño y de urbanismo, sino también de una profunda inquietud por el alcance conceptual del paisaje, por su capacidad para teorizar sobre emplazamientos, territorios, ecosistemas, redes e infraestructuras, así como para organizar grandes zonas urbanas. En concreto, los temas de organización, interacción dinámica, ecología y técnica apuntan a un urbanismo emergente más flexible, más acorde con la complejidad real de las ciudades y que ofrece una alternativa a los rígidos mecanismos de la planificación centralista.  
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          Las escuelas más destacadas en arquitectura del paisaje han entendido tradicionalmente el ámbito del paisaje como un modelo para el urbanismo, adoptando técnicas organizativas a gran escala junto a las de proyecto, expresión cultural y formación ecológica. Recientemente, unos pocos arquitectos del paisaje se han despojado de las fronteras definidas por la profesión para ampliar sus técnicas a complejos ámbitos urbanísticos, programáticos e infraestructurales. Esto hace suponer que algunos elementos dentro de cada profesión enfocada al diseño arquitectura, arquitectura del paisaje, urbanismo y planificación se van acercando hacia una forma conjunta de trabajar en la que el término ‘paisaje’ tiene una significación fundamental, como queda expresado en la formulación landscape urbanism. ¿Cuál es la naturaleza exacta de esta práctica híbrida y cómo se modifican mutuamente los términos paisaje y urbanismo?  

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          Esta nueva connivencia entre disciplinas ya fue anticipada en el simposio y la exposición de 1997 titulada Landscape urbanism, originalmente concebida y organizada por Charles Waldheim, y ha sido formulada posteriormente en diversas publicaciones. Se trata de una propuesta de refundición y unión de disciplinas, si bien se trata de una unidad que contiene (o mantiene) diferencias; diferencias en términos del contenido ideológico, programático y cultural de cada una de estas polémicas y densas palabras: ‘paisaje’ y ‘urbanismo’.

          Evidentemente, gran parte del propósito intelectual de esta especie de manifiesto es la total disolución de ambos términos en una única palabra, un único fenómeno y una única práctica, y que, aun así, cada término permanezca diferenciado, sugiriendo su necesaria, quizás inevitable, individualidad. Lo mismo, pero diferente; intercambiables, pero nunca totalmente fundidos, como un nuevo híbrido dependiendo siempre de los dos cromosomas x e y, incapaz de sacudirse de encima las distintas expresiones de sus progenitores.
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          Una síntesis dialéctica de este tipo es significativa, por la discrepancia con los primeros intentos de hablar de entornos urbanos como paisajes, o con los intentos de situar el paisaje en la ciudad. La manera más tradicional de tratar el tema del paisaje y las ciudades se ha visto condicionada a través de la lente decimonónica de la diferencia y la oposición. Desde esta perspectiva, las ciudades se han visto tomadas por la tecnología de la edificación de gran densidad, las infraestructuras de transporte y el desarrollo productivo, cuyos efectos indeseables incluyen la congestión, contaminación y distintas formas de tensión social; mientras que el paisaje, en forma de parques, avenidas y calles arboladas, zonas verdes y jardines se considera generalmente como un bálsamo y un alivio frente a los efectos perjudiciales de la urbanización. Uno de los ejemplos más canónicos es, por supuesto, el Central Park de Nueva York, de Frederick Law Olmstead, un parque que pretendía aliviar el inclemente tejido urbano de Manhattan, aunque el efecto catalizador que ejerció sobre el desarrollo inmobiliario a su alrededor lo vincula más estrechamente con un modelo de urbanismo paisajístico. En este ejemplo, el paisaje gobierna el proceso de formación de la ciudad.
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          Jens Jensen, exiliado danés y arquitecto paisajista en Chicago, articuló este parecer cuando dijo: “El interés prioritario de los futuros urbanistas será construir ciudades orientadas a una vida saludable […], no para obtener beneficio o especular, y con la ecología como parte importante de su complejidad”. “Complejo” resulta un término importante en este caso, y volveré a él; baste decir que para Jensen, como para Olmsted, e incluso para Le Corbusier en su plan Voisin, este “complejo verde” aparece en forma de parques y amplias zonas verdes, junto con la creencia de que este tipo de entorno aportarán a la ciudad más urbanidad, salud, equilibrio social y desarrollo económico.
(…)
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          Buscar estos precedentes para intentar entender nuestra condición contemporánea encierra un desafío en su invocación de una imagen cultural de “naturaleza”, una imagen ligada demasiado firmemente al paisaje. En los ejemplos mencionados anteriormente, la naturaleza está representada principalmente por un escenario bucólico suavemente ondulado que generalmente se considera virtuoso, benéfico y relajante, un antídoto moral y, al mismo tiempo, práctico contra las corrosivas cualidades medioambientales y sociales de la ciudad moderna. Este paisaje es el “otro yo” de la ciudad, su complemento esencial proveniente de una naturaleza que se aparta de, y excluye, los edificios, la tecnología y las infraestructuras.
          Un ejemplo más complejo y contradictorio es el del río Los Ángeles, que discurre desde las montañas de Santa Susana hasta el centro de la ciudad de Los Ángeles. El “río” es en realidad un canal de hormigón construido por el Cuerpo de Ingenieros de Estados Unidos como respuesta a la grave amenazada de inundaciones que plantean los deshielos en primavera, junto con excedentes de agua de escorrentía provenientes de urbanizaciones vecinas. El canal está diseñado para optimizar la eficiencia y la velocidad de descarga del agua. En este caso, sus defensores perciben la “naturaleza” como una fuerza violenta y amenazadora, y con toda la razón. Por otro lado, arquitectos paisajistas, expertos en medioambiente y diversos colectivos quieren convertir el canal en un corredor verde repleto de vegetación de ribera, bosques, cantos de pájaros y pescadores;  para ellos, la “naturaleza” se ha visto desfigurada por el afán controlador de los ingenieros. En mi opinión, se trata de una misión con buenas intenciones pero insensata, y pone de manifiesto la persistente oposición en la mente de todo el mundo.
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          Esta polémica se mueve en ambos sentidos. La discusión no se refiere únicamente a la incorporación del paisaje a las ciudades, sino también a la expansión de las ciudades hacia el paisaje circundante, fuente del ideal bucólico que se caracteriza por bastas tierras de labor, laderas boscosas y reservas naturales. En 1955 Victor Gruen, el urbanista de megacentros comerciales, acuñó el término cityscape (paisaje de ciudad) en contraposición al landscape (paisaje de campo). El cityscape de Gruen hace alusión al entorno construido de edificios, superficies pavimentadas e infraestructuras, que se subdividen a su vez en technoscapes (tecnopaisajes), transportationscapes (paisajes del transporte), suburbscapes (paisajes suburbanos) e incluso subcityscapes (paisajes de suburbios): las franjas y arrabales periféricos que Gruen llama el “azote de la metrópolis”. Por otro lado, para Gruen el paisaje también se refiere al “entorno en que predomina la naturaleza”, con lo que pretende decir que el paisaje no es “entorno natural” per se, como sería la jungla inexplorada, sino las zonas donde la ocupación humana ha conformado el terreno y sus procesos naturales de una forma profunda y recíproca. Gruen cita como ejemplos las zonas agrícolas y rurales, invocando una imagen de armonía topográfica y ecológica impregnada de verde vegetación y cielo azul. Para Gruen, el cityscape y el landscape estuvieron alguna vez claramente diferenciados, pero hoy en día la ciudad ha derribado lo que los separa para absorber y homogeneizar el paisaje a su alrededor en una “operación relámpago tecnológica” y económica (los diversos scapes ahora en conflicto y de ilimitada definición).
(…)
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          A principios del siglo xx solo dieciséis ciudades en todo el mundo superaban una población de más de un millón de habitantes; a finales del siglo, más de quinientas ciudades superaban esa cifra, alardeando muchas de ellas de tener más de diez millones de habitantes y de estar en continua expansión. El conjunto metropolitano de Los Ángeles tiene una población habitual de aproximadamente trece millones y está previsto que su duplique en los próximos veinticinco años. Dada la complejidad de la rápida urbanización de las ciudades, seguir oponiendo naturaleza y cultura, o paisaje y ciudad    —y no sólo como opuestos absolutos, sino en forma de superpuestos complementarios y benéficos— es arriesgarse a un fracaso total del ejercicio de la arquitectura y el urbanismo para realizar cualquier contribución auténtica e importante a las futuras formaciones urbanas.
          Con este texto podemos empezar a imaginar hasta qué punto el concepto de urbanismo paisajístico sugiere una práctica más prometedora, radical y creativa que la definida por las rígidas categorizaciones disciplinarias. Es posible que la propia complejidad del metabolismo que dirige las ciudades contemporáneas demande una refundición de singularidades profesionales e institucionales en un nuevo arte sintético, una práctica espaciomaterial capaz de tender un puente entre escala y ámbito con conocimiento crítico e intensidad imaginativa.
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          Por medio de la aportación de un resumen esquemático de este tipo de práctica, puedo esbozar cuatro temas provisionales: procesos a lo largo del tiempo, organización de superficies, método de trabajo o de funcionamiento y, por último, lo imaginario. El primero de estos temas trata de los procesos en el tiempo. El principio básico es que los procesos urbanísticos —acumulación de capital, desregulación, globalización, protección medioambiental, etc.— son mucho más importantes para la configuración de las relaciones urbanas que las formas espaciales del urbanismo en sí mismas. La idea moderna de que las estructuras físicas nuevas traen aparejados nuevos modelos de socialización ha llegado a su fin, fracasando por su intento por contener la diversidad dinámica de los procesos urbanos dentro de un marco espacial rígido e inflexible, que ni proporcionaba ni redirigía ninguno de los procesos que lo recorren. El énfasis en el proceso urbanístico no implica la exclusión de la forma espacial, sino que pretende más bien elaborar una interpretación dialéctica de cómo se relaciona con los procesos que la integran, la expresan y la preservan.
          Todo esto sugiere trasladar la atención de las cualidades objetuales del espacio (ya sea formales o aparentes) hacia los sistemas que condicionan la distribución y la densidad de la forma urbana. (…)
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          David Harvey, geógrafo cultural, comparando el determinismo formal de la planificación urbana moderna con el auge más reciente del “nuevo urbanismo” neotradicional, ha dicho que ambos proyectos fracasan por su presunción de que el orden espacial puede controlar la historia y el proceso. Harvey argumenta que “la lucha”, tanto para proyectistas como para urbanistas, no radica únicamente en la forma espacial y la apariencia estética, sino también en el impulso de “procesos de producción espaciotemporal socialmente más justos, políticamente progresistas y ecológicamente sensatos”, en lugar de la capitulación de dichos procesos “impuesta por una acumulación incontrolada de capital respaldada por los privilegios de clase y las enormes desigualdades del poder políticoeconómico”. Según Harvey, la cuestión es que la proyección de nuevas posibilidades para futuros urbanismos se deba menos a una interpretación de la forma y más a un entendimiento del proceso; es decir, de cómo funcionan las cosas en el espacio y el tiempo.
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          Al conceptualizar un urbanismo más orgánico y fluido, la propia ecología se convierte en una lente extremadamente útil a través de la cual analizar y proyectar futuros urbanos alternativos. Las lecciones de ecología han pretendido poner de manifiesto que toda la vida del planeta está profundamente comprometida en relaciones dinámicas; es más, la complejidad de la interacción entre elementos dentro de los sistemas ecológicos es tal que los modelos lineales y mecanicistas han demostrado ser notablemente inadecuados para describirlos. Por el contrario, el estudio de la ecología sugiere que los agentes individuales que actúan en un amplio campo de operación producen efectos incrementales y acumulativos que hacen evolucionar continuamente la configuración de un entorno a lo largo del tiempo. Por tanto la teoría ecologista pone de relieve las relaciones dinámicas y los organismos del proceso, acabando con una forma espacial concreta como mero estado de la cuestión provisional, en camino de convertirse en otra cosa. En consecuencia, condiciones complejas o aparentemente incoherentes que uno podría malinterpretar inicialmente como aleatorias o caóticas pueden, de hecho, aparecer como entidades altamente estructuradas que integran una serie determinada de disposiciones geométricas y espaciales. En ese sentido, las ciudades e infraestructuras son exactamente como bosques y ríos “ecológicos”.
          Desde la publicación en 1969 de la obra de Ian McHarg Proyectar con la naturaleza, los arquitectos paisajistas se han ocupado especialmente en desarrollar una serie de técnicas ecológicas para la urbanización y proyecto de emplazamientos. Sin embargo, por una serie de razones, algunas ya reseñadas, la ecología se ha utilizado únicamente en el contexto de algo denominado el “entorno”, que generalmente se ha considerado “natural” y que excluye la ciudad. Incluso quienes han incluido la ciudad en la ecuación ecológica lo han hecho sólo desde la perspectiva de los sistemas naturales (hidrología, circulación del aire, conjuntos de vegetación, etc.). Todavía tenemos que entender que el entorno cultural, social, político y económico está integrado en y es simétrico al mundo “natural”. La promesa del urbanismo paisajístico es el desarrollo de una ecología espaciotemporal que trata con la totalidad de fuerzas y agentes que actúan en el ámbito urbano y que las considera redes permanentes de interrelaciones.
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          El diagrama de Kahn sugiere la necesidad de técnicas contemporáneas de representación de las características fluidas y sujetas a procesos de la ciudad, donde se podría tener en consideración movilizar y redirigir la cadena completa de agentes, actores y fuerzas que actúan a lo largo y ancho de un territorio determinado. Este trabajo debe contemplar necesariamente la ciudad en su conjunto como un ámbito vivo de procesos e intercambios a lo largo del tiempo, que permite que fuerzas y relaciones nuevas preparen el terreno para distintas actividades y modelos de ocupación. La designación terra firma (firme, sin cambios; fija y permanente) da paso a los procesos cambiantes que recorren a su través el ámbito urbano: terra fluxus.
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          El segundo tema del proyecto del urbanismo paisajístico se ocupa del fenómeno de la superficie horizontal, el plano del suelo, el “campo” de acción. Estas superficies constituyen el cambo urbano entendido en una amplia variedad de escalas, desde una acera o una calle a toda la matriz infraestructural de la superficie urbana. El tema indica el interés actual en la continuidad de la superficie, donde cubiertas y suelos se convierten en la misma cosa; y ciertamente resulta valioso de cara a conciliar diferencias entre paisaje y edificación (a este respecto se podrían recordar las colaboraciones entre Peter Eisenman y Laurie Olin). No obstante, destacaría una segunda interpretación de la superficie: la superficie entendida como infraestructura urbana; interpretación que resulta evidente en el concepto de Rem Koolhaas del urbanismo estratégico y enfocado hacia la “irrigación de territorios con potencial”. A diferencia de la arquitectura, que consume el potencial de un emplazamiento con el fin de proyectar, la infraestructura urbana siembra la semilla de la posibilidad futura, preparando el terreno tanto para la incertidumbre como para la esperanza; esta preparación de la superficie para una futura asignación difiere del interés puramente formal en la simple construcción de superficies; se trata de algo mucho más estratégico, que prima los medios sobre los fines y la lógica de funcionamiento sobre el diseño de composición.
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          Esta forma de entender la superficie subraya las trayectorias de poblaciones, demografías y grupos de interés cambiantes sobre la superficie urbana; los vestigios de gente organizan provisionalmente un terreno de distintas maneras, en diferentes momentos y por diversos acontecimientos programáticos, aunque vinculando temporalmente una variedad de tales sucesos en torno al territorio más grande; todo ello pretende crear un medio que no sea tanto un objeto “diseñado” como una ecología de diversos sistemas y elementos que pongan en marcha una variada red de interacciones. En este caso, el urbanismo paisajístico es tanto instigador como acelerador, actuando en amplias superficies de potencial. El enfoque, sencillo y convencional al mismo tiempo, ofrece a los habitantes una variedad de configuraciones programáticas como el cambio de estaciones, necesidades y deseos. El empuje de este trabajo no se dirige tanto hacia la resolución formal como hacia los procesos públicos del diseño y la asignación futura. Interesado en una superficie que funcione a largo plazo, éste es un tipo de urbanismo que anticipa el cambio, la flexibilidad de soluciones y la negociación.
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          Todo esto lleva a su vez al tercer tema del urbanismo paisajístico: el método de trabajo o funcionamiento. ¿Cómo se conceptualizan geografías urbanas que funcionan con una gran variedad de escalas e implican a una multitud de actores? Es más, aparte de las cuestiones de representación, ¿Cómo se puede realmente actuar o llevar a efecto el trabajo del urbanista dadas las exigencias del desarrollo contemporáneo? (…)
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          Por supuesto, todo ello nos conduce al cuarto tema del urbanismo paisajístico: lo imaginario. Sencillamente no tiene ningún sentido tratar cualquiera de los temas anteriores solo por sí mismo. La imaginación colectiva, informada y estimulada por las experiencias del mundo material debe seguir siendo la primera motivación para cualquier empeño creativo. En muchos sentidos se podrían atribuir los defectos de la urbanización del siglo xx al absoluto empobrecimiento de la imaginación en cuanto a la racionalización optimizada de prácticas de desarrollo y acumulación de capital. Sin duda, el espacio público de la ciudad debe ser algo más que un mero regalo o compensación para esa actividad genérica denominada “esparcimiento”. Los espacios públicos son en primer lugar los recipientes de la memoria y del deseo colectivos, y en segundo lugar representan el espacio en que la imaginación social y geográfica invita a nuevas relaciones y escenarios de posibilidades. Materialidad, representación e imaginación no son mundos diferenciados; gracias a la práctica de construcción de lugares, el cambio político debe tanto al ámbito simbólico y de representación como a las actividades materiales. Y, por tanto, parece que el urbanismo paisajístico resulta de principio a fin un proyecto imaginativo, un engrosamiento especulativo del mundo de posibilidades.
          Para concluir volvería a la paradójica diferenciación entre paisaje y urbanismo según la formulación que da lugar a este ensayo. Ninguno de estos términos se funde totalmente con el otro. Creo que esta paradoja no sólo resulta inevitable, sino que es necesario que se mantenga. (…)

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