REYNOSO, Carlos (2010): Análisis y diseño de la ciudad compleja (prólogo)

Selim Abdel CASTRO SALGADO, M. Arq. //Doctorado en Arquitectura y Urbanismo
Módulo 1: Introducción al Conocimiento Científico

REYNOSO, Carlos (2010): Análisis y diseño de la ciudad compleja. Perspectivas desde la antropología urbana

Posicionamiento: Perspectiva desde la antropología urbana

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(…) la ciudad no es susceptible de definirse en términos de conjuntos clásicos o de rasgos componenciales y que en la conyuntura de que la definición sea ineludible, convendría de que se le formulara en base a categorías prototípicas, politéticas, difusas o reticulares en el sentido de Ludwig Wittgenstein (1953; 1968), Rodney Needham (1974) o Eleanor Rosch (Portugali 2000; 2009: 7954; Rosch y Mervis 1975; Reynoso 1998: 58 y ss.) (…)
Ninguna propuesta de ordenamiento o demarcación del campo ha prosperado. En la misma reseña de Setha Low (1999), por ejemplo, la autora distingue doce metáforas convenientes agrupadas en cuatro categorías: (1) bajo “relaciones sociales” ella incluye etnicidad, la ciudad dividida, la ciudad y el género [gendered city] y la ciudad contestada; (2) bajo “proceso económico” aparece la ciudad des-industrializada, la ciudad global y la ciudad de la información; (3) en el rubro de “planeamiento” indaga la ciudad modernista, la ciudad posmoderna y la ciudad fortaleza; (4) y en “religioso/ cultural” coloca la ciudad sagrada y la ciudad tradicional.

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Por otro lado ni duda cabe que a despecho de la autoimagen de pericia que fomentan muchos de sus practicantes y con la muy ocasional excepción del viejo análisis de redes sociales, la antropología urbana actual carece de métodos y técnicas que hayan nacido dentro de la disciplina y que se apliquen distintivamente a la ciudad (…)
 (…) el pomposo “toolkit metodológico” (…) igual que tantas otras normativas que podría haber elegido en lugar suyo, se encuentra vacío (…) Y García Canclini (1997: 19) replicaba: “Aunque desde el Siglo XIX la bilbiografía antropológica se nutre de numerosos estudios sobre las ciudades, debemos reconocer que, con frecuencia, cuando los antropólogos hablan de ciudades, en realidad están hablando de otra cosa”. Diría yo ahora que cualquiera sea su tema de conversación los antropólogos no estudian ciudades sino apenas en ciudades, con la desaprensión metodológica hacia la materialidad del objeto que se ha hecho costumbre y que acabo de documentar (…) O porque (…) cuando se nombra la ciudad es más como escenario (un lugar en el que ocurren cosas) que como foco de atención por derecho propio.

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Esta situación se presenta incluso en los más emblemáticos de los textos recientes: la mayor parte de “Los no lugares” de Marc Augé (2007) consiste en una paráfrasis de ideas sociológicas y literarias de Michel de Certeau y de Jean Starobinski que deja el terreno más embrollado y más expuesto a polémicas inconcluyentes de lo que estaba, lo cual era mucho. El concepto central ya había sido usado por Emmanuel Lévinas (1977: 44) y por Jean Duvignaud (1977) sin gran efecto y sin que Augé estime necesario mencionar a ninguno de los dos. La hipótesis principal, de probable circularidad, falsación dudosa y resuelto antropomorfismo (“la sobremodernidad es productora de no lugares”, p. 83), se introduce como un hecho consumado que ni se demuestra ni resulta objeto de explicación. La descripción misma es más fugaz, aguada y lánguida que las que los arquitectos, literatos, urbanistas y geógrafos ya habían organizado mil veces bajo rubros levemente distintos: subtopias (Nairn 1955), flatscapes (Norberg-Schulz 1974), place-lessness (Relph 1976: 105, 109, 117), the placeless city (Harvey 1989: 295), the global city (Sassen 1991), the generic city (Koolhaas y Mau 1995), the serial monotony (Boyer 1988), the mechanically reproduced cities (Savage 1995: 49), the thin places (Vogeler 1996), the interchangeable urban spaces (Savage y Warde 2005), the no-place spaces (Featherstone 1994: 392), the invented environments (Huxtable 1998) y hasta there is no there there de Gertrude Stein (2004 [1937]).5 No hay en estos diferimientos, redundancias y deserciones, desde ya, nada de particularmente perverso; pero la pregunta que queda resonando en el aire es, al final del día, cuál es la contribución peculiar de la antropología en este negocio y a cuánto asciende su valor agregado. 

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No desmerezco el esfuerzo de la antropología urbana contemporánea; ha habido en ella abundancia de estudios de casos y un aluvión formidable de deslinde de hechos, de conceptos sustantivos y de vocablos calificadores (cf. García Canclini 1997; Low 1999; Gmelch y Zenner 2002; Pérez-Taylor 2002; Fernández de Rota 2008). Trabajos representativos como los de Smart y Smart (2003) han procurado aclarar el impacto de la globalización en la urbanización y la consecuencia de ambos factores para la antropología. No son pocos los asuntos que ellos esclarecen, ni son fútiles las preguntas que dejan flotando, ni es menguado el insight que podrían aportar sobre casos análogos. Pero es de teoría, de métodos y de técnicas horizontales de lo que pretendo tratar aquí, pues la pri-mera consecuencia del vaciamiento que antes mencioné es, como bien se percibe, la marginalidad creciente de la disciplina en lo que concierne a su intervención en la diagnosis, la comprensión, la práctica y la proyección de la ciudad, tanto en lo científico como en lo operativo. La relevancia habrá de recuperarse, pienso, a fuerza de aportes a los repositorios del método y los recursos epistemológicos (y merced a la capacidad antropológica para entender e intercomunicar mundos de sentido) y no tanto en función de heurísticas negativas contra figuras de paja compuestas para la ocasión, de “conceptos más claros y poderosos que los que hoy tenemos para ofrecer” (Gulick 1973: 1023), de deconstrucciones trivialmente fáciles de los conceptos en uso o del agigantamiento de un registro de datos socioculturales interesantes que ya resulta insondable tal como está.

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Para el geógrafo urbano Blair Badcock la promisoria geografía cultural de los años noventa parece haber perdido un poco de su impulso a ambos lados del océano. “En un momento en el que las ciudades jamás han sido tan significativas en dar forma a las condiciones ambientales y materiales que hoy gobiernan las vidas de la mayor parte de la humanidad [...] la geografía urbana experimenta una especie de crisis de autoconfianza” (Badcock 2002: vi).

La urbanización y el cambio (con un trasfondo de crisis y disrupción) proceden, a ojos vista, a un tempo más vertiginoso que el de la gestación de las teorías que se les refieren (cf. Marcuse y van Kempen 2002; Taylor y otros 2007; Wu 2007). Testimonios de este estado de cosas son las reflexiones de Edward Soja (1997: 20) quien, un poco antes que las megalópolis y postciudades comenzaran a cambiar en serio (yo invitaría a pensar en las mutaciones de Las Vegas, Beijing, Pudong-Shanghai, Dubai o Lagos en lo que va del siglo), atestiguaba que es la intensificación explosiva, la interrelación global y la ampliación impensada de la perspectiva lo que hace que las expresiones urbanas actuales no se reflen adecuadamente ni siquiera en las más poderosas formulaciones teóricas del período clásico o del pasado reciente: Castells, Harvey, Saunders, Wallerstein. Ni aun los modos relativistas y cualitativos que él había alentado pocos años antes le pare-cían entonces satisfactorios:
Mientras yo considero que mi propio trabajo ha sido parte de este campo cada vez más transdisciplinario, últimamente me siento disconforme con lo que percibo como la creciente sobrestimación de lo que se ha llamado, a menudo con referencia al trabajo de Michel de Certeau, la “visión desde abajo” (los estudios de lo local, el cuerpo, el paisaje callejero, las psico-geografías de la intimidad, las subjetividades eróticas, los micro-mundos de la vida cotidiana) a expensas de la comprensión de la ciudad como un todo, de la visión más macro del urbanismo, de la economía política de los procesos urbanos (Soja 1997: 21).

La literatura de los estudios urbanos ha alcanzado algo que se parece a un impasse. No es que no haya más que decir de la ciudad occidental contemporánea. Es más bien que las formas convencionales de decir se hallan exhaustas. Se nos ofrecen críticas recicla- das, circulando indefinidamente los mismos mensajes sobre la modernidad y la posmodernidad. La ciudad ha devenido una zona de letra muerta. [...] Lo que quiero decir es que los análisis de la ciudad occidental contemporánea han devenido familiares, incluso predecibles, dando vueltas en torno de y preocupándose por las mismas cuestiones cada vez con menos efecto (Thrift 1993: 229).

Nota al pie de página #6 en Pág. 12:
Un vistazo somero a las cifras de tendencia que hoy pueden recabarse en tiempo real comprueba que las propuestas más influyentes de los estudios urbanos y de geografía cultural de tono posmoderno se remontan a los años ochenta. Por otra parte, hay acuerdo en que desde allí en más su calidad y rendimiento han sido decrecientes. Al lado de las citas obligadas a las heurísticas negativas que fueron el fuerte de los escritores pioneros, los autores epigonales de nuestros días se consagran a la búsqueda inductiva de instancias empíricas para adosarles mediante una receta que nunca falla un puñado de categorías conceptuales características: no-lugares, rizomas, nomadologías, heterotopías, panopticones, epistemes, construcciones sociales, tácticas, textos, signos, poder, identidad, etnicidades multisituadas, capitales simbólicos, campos, habitus. Esta retipificación impresionista, más descriptiva y argumentativa que operacional, es, a fin de cuentas, lo único que a una estrategia de este carácter le cabe formalmente hacer (Vattimo y Rovatti 2006). No se perciben tampoco adopciones críticas de (o acuerdos parciales con) la literatura precursora, a la cual se aplica una lectura demasiado libre y proyectiva como para generar alguna diferencia de posicionamiento. Es comprensible que dentro de ese espacio queden pocas opciones para la mirada creativa: en pleno siglo XXI se ha tornado posible, por ejemplo, afirmar (siguiendo a Deleuze) que un tubérculo de papa con sus brotes es un homólogo perfecto de una configuración urbana, o (reposando en Foucault) que los rascacielos y centros comerciales de América en general y Los Angeles en particular son dispositivos a la vez panópticos y posmodernos de vigilancia y castigo (cf. Warf y Arias 2009: 7, 43, 56, 70; Gottdiener y Budd 2005: 121; Soja 2008: 430, 465, 467). Si este género de expresiones pagadas de sí no es señal de agotamiento y rutina, no sé de ninguna otra cosa que lo sea.

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Pero los dilemas de la teoría urbana, urge señalar, no se deben sólo a la debilidad de las ciencias presunta o deliberadamente blandas. En el seno del modelado formal de la ciudad por parte de físicos y matemáticos, tanto Alan Altshuler (1965) como Leo Kadanoff (1999: 369) sostienen que no existe una amplia base de conocimiento real, información o técnica que permita a una persona entrenada prescribir políticas de planeamiento urbano mejores que las que propondría un ciudadano inteligente común. El especialista, insisten, nada tiene que agregar (…)Son razones como éstas las que me llevan a sugerir que lo primero a repudiar desde una postura que se proclama transdisciplinaria es la tipificación poskantiana de las ciencias conforme a su grado de dureza; lo segundo a impugnarse (se sigue de ello) ha de ser el reclamo de una epistemología de indulgencia ilimitada por parte de las estrategias que, tras suscribir a ese ideologema que ellas mismas han montado, se esfuerzan por ser las más blandas del espectro.
Tampoco insinúo que las ciencias exactas sean las responsables de las carencias metodológicas por no haber suministrado herramientas en esta encrucijada, o que la culpa sea del objeto de estudio por la desmesura de su escala o su complejidad, o que la falla se origine en una tenebrosa conspiración de los poderosos, los diseñadores urbanos, los occidentales, la violencia de las cosas, los modelos que imperan de arriba hacia abajo, la jerarquización social, el sistema económico, las estadísticas o los positivistas como argumenta Michel de Certeau (2007: L, LIV, 29, 33, 43, 118, 120) en sus momentos de esencialismo y paternalismo más febril.7 Lo que en rigor sucede es que muchos de los problemas urbanos (como tantísimos otros) son estructuralmente intratables o duros de tratar en la forma en que se han planteado y que por ello se muestran insolubles, inabarcables o difíciles de resolver a través de los medios que han estado a nuestro alcance.

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(…) el problema comienza cuando lo que se dice al hablar está constreñido a ser algo sobre lo que cualquier observador estaría de acuerdo, en la medida en que en una ciencia que repose en valores de persuasión intencionadamente laxos, indiciarios o ficcionales es difícil pensar en previsiones metodológicas que fundamenten expresiones que contradigan la intuición, que sean inimaginables de antemano o que resulten discordantes con los metarrelatos usuales de la experiencia cotidiana, como inherentemente es el caso con los enunciados que se inscriben en una perspectiva de complejidad. El problema se instala (en otras palabras) cuando un discurso que se dice radical pero se inclina a la tautología refrenda “lo que todo escolar sabe”, orquesta una persuasividad de bajo riesgo como un valor en sí mismo y no despierta dudas ni por un instante (aunque no medien pruebas en el sentido formal de la idea) de que la autoridad que nos entrega su escritura tiene tanta razón como nosotros y de que todo es como parece ser.
Se percibe, sin embargo, que ahora hay algo distinto en ciernes, aunque en sentido estricto no se trata de teorías (…) Los instrumentos a los que me refiero se inscriben mayoritariamente en el seno de las llamadas teorías de la complejidad organizada, cuya caracterización de conjunto he realizado en otro texto (Reynoso 2006) y cuyo deslinde de formas discursivas en apariencia complejas pero insatisfactorias en la práctica me ha insumido un libro separado (Reynoso 2009). La antropología a la que recurro es, como podrá palparse, la contrapartida científica de los estudios culturales con los que a veces se le confunde (Reynoso 2000).

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Habrá que edificar el intento a contrapelo de la tendencia general, pues buena parte de la antropología urbana actual se ha des-antropologizado, perdiendo en el camino los artefactos de uso público que alguna vez supo forjar: el análisis de redes sociales, el instinto inductivo y estadístico que llevó de la etnografía a la etnología transcultural, las semánticas componenciales o prototípicas de la cognición, la capacidad de descubrir patrones de organización en el caos aparente, la puesta en duda de los propios supuestos y la predisposición comparativa en primer lugar. Mientras muchos antropólogos de las últimas escuelas han comprado la idea de que (Foucault, Deleuze y Kristeva mediante) la geografía cultural está experimentado un giro espacial inédito,9 en al menos una institución, el Center for Spatially Integrated Social Science (CSISS) de la Universidad de California en Santa Barbara, se sabe muy bien que la antropología clásica realizó contribuciones de excelencia a la comprensión de la espacialidad que siguen siendo notables: la teoría proxémica de Edward T. Hall [1914-2009], la geografía lingüística y el mapeado de isoglosas de Hans Kurath [1891-1992], los estudios de distancia e interacción social y los aportes a las técnicas de reconocimiento de patrones en el seguimiento del Kula por Bronisław Malinowski [1884-1942], los conceptos de área cultural y de corazón cultural de Clark Wissler [1870-1947], la idea de los patrones de asentamiento como indicadores de organización social de Gordon Willey [1913-2002] y (agregaría por mi cuenta), las detalladas investigaciones sobre mapas cognitivos micronesios de Thomas Gladwin, Benjamin Finney, Geoffrey Irwin y David Turnbull, las monografías sobre mito, memoria y espacialidad de Frances Harwood, Joel Sherzer y Gary Gossen, las de Edwin Hutchins sobre cognición situada, los hallazgos de Irvin Hallowell sobre los factores culturales que rigen la orientación espacial, los trabajos de James Fernandez sobre la constitución de los espacios sagrados, los de Hilda Kuper sobre la dimensión política del espacio, la descripción de Griaule y Dieterlen de la organización simbólica del territorio de los Dogon de Alto Volta, los de Eliot Chapple y Carleton Coon sobre la medición de las distancias en distintas culturas, los de Eric Wolf sobre los espacios y los flujos transnacionales, los de Anthony F. C. Wallace sobre los mazeways y (sólo para acabar en algún punto) la portentosa inspiración estética que la antropología del ambiente construido supo brindar a un número creciente de arquitectos y diseñadores (Alexander 1964; Oliver 1969; Rapoport 1969; 2003; Fathy 1973; Andersen 1977; Saile 1986; Lang 1987; Lawrence y Low 1990; Egenter 1996; Jones 1996; Melhuish 1996; Jencks 1997; Amerlinck 2001; Goss 2010).

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O mucho me equivoco o está haciendo falta un giro sinérgico, abierto al proyecto de multiplicar diversos entendimientos hasta ahora inconexos antes que a la propensión por excluir o deconstruir formas de conocer y de actuar insuficientemente exploradas. “Virtualmente todas las teorías sobre la ciudad son verdaderas, en especial las que se contra- dicen”, escribía Charles Jencks (1996: 26) (…) Sostengo aquí, en efecto, que al lado de los estilos descriptivos que se han impuesto hay lugar disponible, necesidad operativa y demanda profesional suficiente para que se haga conocer una visión que promueva un enfoque distinto al de la historia oficial.

En respuesta al estado de cosas que he registrado, el trabajo que sigue se orienta a pre- sentar a los antropólogos y a los estudiosos de los asuntos urbanos en general un con- junto de herramientas sin casi marca teórica que han servido y puede que sirvan aún más en el futuro a los propósitos de comprender, simular, diseñar o prefigurar cuestiones inherentes a la dinámica urbana. La exposición comprende una descripción de cada uno de los formalismos disponibles (o una referencia a esas descripciones en obras de mi autoría), una exploración de los programas de computadora típicos de cada género que mejor se avengan al objetivo y una reseña de los principales estudios de casos allí donde han comenzado a aparecer. Yendo más allá del dictum de Kurt Lewin (“no hay nada tan práctico como una buena teoría”), el objetivo epistemológico de esta monografía no es tanto enseñar a usar las técnicas sumisamente sino interrogar su rol en la investigación, poner en evidencia los significados que esconden sus estilos argumentativos, establecer sus alcances y sus límites y determinar cuáles son sus obstáculos para mejor comprender (aunque nuestros objetos sean otros) cuáles han sido los que todos hemos afrontado alguna vez sin siquiera saberlo.

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Mientras que nosotros (antropólogos, sociólogos, urbanistas) hemos descollado en la construcción de marcos conceptuales que mapean sobre cosas que poseen cualidades, significados y valores, las ciencias complejas han enfatizado más bien las relaciones, las algorítmicas cualitativas y las dinámicas en que se ven envueltos los términos que participan de la formulación de un problema: modelos, en suma, que por la exigencia inapelable de su reflexividad están más cerca de constituir lo que hace unas décadas se habría llamado una semiología estructural que nuestras expresiones aferradas a una inconfesa lógica de lo concreto.

Detengámonos unos momentos en el paradigma de «cosas- y-propiedades» que impregna la casi totalidad de los modos convencionales, al punto de ser visto como la forma de concebir los objetos científicos que se presume por defecto. Este esquema de enunciación, más insidioso, escondido y ubicuo que el free indirect speech del realismo etnográfico, no sólo se muestra a sus anchas en lo que se ha dado en llamar objetivismo. Se manifiesta incluso cuando las cosas espaciales o urbanas se conciben como textos, metáforas, significaciones, epifenómenos ideológicos, tácticas o productos de procesos de construcción socio-cultural (cf. Balshaw y Kennedy 2000; Delgado 2007: 109; de Certeau 2007: 103-122). Las semánticas implicadas pueden variar bastante en lo que va de las formulaciones discursivas objetivistas a las subjetivistas, o de las doctrinas universalistas al relativismo; pero las estructuras predicativas (y con ellas las formas lógicas, los presupuestos representacionales de proporcionalidad, analiticidad, correlación y monotonía y los mecanismos de inferencia que operan en las respectivas estrategias) se mantienen invariantes. En la tipificación que nos viene desde Warren Weaver (1948) todos estos conjuntos califican como gestiones propias de las teorías de la simplicidad, configurando los “modelos mecánicos” a los que aludía Lévi-Strauss (1973b: 255). En tanto tales, se encuentran formalmente imposibilitados de vincular dominios heteróclitos (lo material y lo ideal, las palabras y las cosas, los hechos y sus razones), de los que se sabe que poseen organizaciones de diferente naturaleza y que co-varían no linealmente, como no sea a través de la identificación de analogías o de discrepancias que se manifiestan en el plano fenomenológico y que han de ser, de manera inexorable, tan adventicias, circunstanciales y epidérmicas las unas como las otras.

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Criterios que reclaman una concepción que establezca sus cánones con independencia de los sustantivos, verbos y adjetivos contingentemente constituidos con los que el habla ordinaria (o una variante próxima) pretende organizar el mundo con algún viso de sistematicidad en un impropio molde sintagmático. Criterios que permitan instrumentar prestaciones o tratar estructuras a las que el lenguaje natural puede referir de un modo u otro pero a las que no es capaz de representar ni de articular con la vividez y precisión requeridas. Y que son, si de la ciudad compleja se trata, de relevancia cardinal incluso en los límites de la mera descripción; algunos de ellos conciernen (como habrá de verse) a la necesidad de representar, comprender y actuar sobre trayectorias que se bifurcan, seguir el trámite de concurrencias y polirritmias en el ocurrir de los acontecimientos, imaginar espacialidades no necesariamente geométricas, temporalidades no convencionales, interrelaciones entre órdenes de gran diversidad y dimensionalidades heterogéneas, transiciones de fase, complejidades, emergencias, sistemas alejados del equilibrio y distribuciones carentes de ejemplares o conjuntos “normales” o “representativos”.

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No se trata tan sólo de suplantar la lengua natural por lenguajes formales, sino de expresar las ideas con la mejor aproximación posible o tomando conciencia al menos de los supuestos que regulan las estrategias de aproximación que existen. Después de todo, los lenguajes formales no son de propósito general sino de un uso todavía más acotado que el de la lengua de todos los días; no hay manera, por ejemplo, de presentar morfismos iterados o re-escritura en paralelo en un framework de re-escritura secuencial por más axiomático que éste sea (Rozenberg y Salomaa 1980: x). No es cuestión tampoco de sustituir frases o vocabularios entrañables por matematismos, o de reducir las razones a cifras o a lógicas resecas. Como respuestas a las preguntas que se formulan a través de ellas, muchas de las herramientas complejas no producen números o valores veritativos sino más bien paisajes, grafos, iconologías, plots, figuras en movimiento, procesos, correlatos corpóreos y cambiantes de la ciudad viva, todos ellos imposibles de parafrasear verbal o incluso simbólicamente con el grado suficiente de acuidad representacional.
(…)Se ha hablado mucho de la “crisis de la representación” y por una vez es hora de tomar la idea en serio: lo primero a hacer cuan- do se tiene entre manos un objeto verdaderamente complejo es (propongo) buscar nuevas formas de pensarlo, de plasmarlo en expresiones y de actuar sobre él que trasciendan los impedimentos de la palabra.

Después de todo, nadie menos que Walter Benjamin, en su crítica a una “narratividad” que sólo atinaba a promover crónicas lineales del proceso histórico, experimentó con ideas de espacialización del tiempo, con montajes, aforismos, diagramas e invocaciones de la ciudad misma como metáfora o como modelo alternativo a la discursividad convencional (Gregory 1994: 234; Savage 2005: 40).11 Algo de esta misma idea –debo admitirlo– se percibe en las crispadas diatribas anti-textualizadoras del antropólogo pos- moderno Stephen Tyler, acaso el más inquieto buscador de formas de expresar lo in-decible (1978; 1991). Pero esta intuición de la necesidad de trascender el logos en el sentido de la palabra hablada no ha sido sólo iniciativa de estetas y humanistas. En el otro extremo de la práctica científica, los biólogos han recurrido a imágenes de paisajes epigenéticos y adaptativos, geometrías evolutivas, espacios conceptuales, de fases y de parámetros, topologías de lo posible, trayectorias ontogenéticas, relieves hiperdimensionales, canalizaciones y morfoespacios teoréticos para denotar mundos ideacionales que también escapan a las posibilidades de la expresión lingüística (Wright 1932; Thompson 1942; Gärdenfors 2000; McGhee 2007).

Lejos de corroborar la filosofía de Jacques Derrida (1967: 227; 1971: 202; 1976: 158) cuando sus traductores le hacen decir que “no hay [nada] fuera del texto”, o la de Ludwig Wittgenstein cuando promulga que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” [Tractatus §5.6], o la de los geógrafos posestructuralistas que han encumbrado el discurso como “una serie de representaciones y prácticas a través de las cuales se construye el significado, se constituyen las identidades, se establecen las relaciones sociales y lo político y lo ético se hacen más o menos posibles” (Campbell 2009: 166), es- tos indicios están más bien poniendo en relieve que el lenguaje (o su escritura), su régimen serializado y la ontología no-relacional que éste favorece12 deviene no pocas veces una prisión para lo que puede pensarse y sobre todo para lo que se puede pensar en hacer.

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el uso de modelos informáticos complejos ha producido y sigue produciendo constata- ciones de orden epistemológico (relativas a imperiosas cuestiones de tratabilidad, iso- morfismo, metaheurísticas, emergencia, patrones de auto-organización, independencia de escala, invariancia, fractalidad, recursividad, sensitividad a las condiciones iniciales, impredictibilidad en escenarios de caos, multifinalidad, no linealidad) que resultan reveladoras en el tratamiento de problemas cualitativos y cuantitativos en general, haya o no computadoras de por medio. Es por esta inflexión crítica, autocrítica y cualitativa que el modelado tiene sentido, y no por su capacidad para multiplicar en tamaño, precisión, objetividad y rapidez las mismas razones que podríamos pensar sin su auxilio.

(...) presento a los modelos como una alternativa del conocimiento complementaria a las que ya conocemos, capaz de iluminar regiones del objeto (y sobre todo posturas del sujeto investigador en la construcción de dicho objeto) que mediando otros estilos de planteamiento de problemas cabría la posibilidad de dejar en la sombra. Después de todo, a un modelo le es constitutivamente imposible mantener silencio sobre los supuestos que lo articulan, encubrir el fracaso cuando sus razones se muestran fallidas o no contemplar la posibilidad de que las cosas tal cual son bien podrían llegar a ser de otra manera. Lo primero que harán sistemática y unánimemente los modelos que habremos de tratar ha de ser examinar sin concesiones los sesgos que ellos introducen en la visión de su objeto y en particular los límites a los que ellos mismos están supeditados.

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Entre los campos a examinar se destacan los referidos a los sistemas complejos adaptativos, a la dinámica de sistemas, a la dimensión fractal, a las gramáticas recursivas, a las clases de universalidad y a la sintaxis del espacio, prestando atención a las dimensiones cognitivas de las problemáticas y a la diversidad cultural de los contextos, y colocando siempre a la ciudad en primer plano. Es a una ciudad tan ordinariamente real como pueda concebirse a la que me referiré en este caso, con sus tamaños, formas, usos, texturas y sociedades tangibles, postergando la discusión sobre las ciudades expresivas pero des- materializadas a las que se consagra buena parte de la literatura contemporánea (…)

En lo que a la ciudad en sí concierne, conviene puntualizar que no soy yo quien funda y cultiva alguna especie de dicotomía, sino más bien lo contrario. En las humanidades, y bajo pretexto de la ruptura con las pretensiones totalizadoras del modernismo o con el positivismo hegemónico, la ciudad a la que los libros contemplan está escindida y tal parece que se la quiere preservar de ese modo. En su Exploración de la Ciudad, Ulf Hannerz (1980) admite que la ciudad no ha sido integrada en la teoría de la antropología urbana. En Sociedades movedizas, un cuarto de siglo posterior, Manuel Delgado (2007: 14-15) diferencia la ciudad de los arquitectos y urbanistas de lo urbano propiamente di- cho. Entre ambos, Judith Goode (1989: 76) documenta y acepta la partición masiva de la antropología urbana entre quienes simplemente estudian la sociedad contemporánea y los que se ocupan de la ciudad como institución. Más drásticamente, en La invención de lo cotidiano, Michel de Certeau (2007: 105) afirma que las prácticas de espacio son ajenas al espacio “geométrico” o “geográfico” de las construcciones visuales, panópticas o teóricas, constituyendo una ciudad trashumante o metafórica en el texto vivo de la ciudad planificada y legible. En la pluma de Iain Borden, Joe Kerr, Jane Rendell y Alicia Pivaro, el multitudinario grupo Strangely Familiar de Londres (citando profusamente a Walter Benjamin y a Henri Lefebvre, pero sin mencionar a de Certeau) propone moverse de las cosas a los flujos, de los filtros a las tácticas, de los objetos a las acciones, de la estasis al cambio, de lo externo a lo interno, de la ciudad al sujeto (Borden y otros 2002b). Maurice Merleau-Ponty (1975: 282-312) distingue entre un espacio geométrico, homogéneo e isotrópico y un espacio antropológico, fenomenológico, experiencial: una disparidad que no es antagónica a la que el geógrafo marxista David Harvey (1973: 307) propone entre la ciudad como forma edificada y la ciudad como modo de vida. Incluso Incluso Michel Foucault (1984) separa el espacio en que vivimos de los espacios diferentes, esos otros lugares, los espacios absolutamente otros, prediciendo el advenimiento de una nueva ciencia, la heterotopología, connatural a esa diferenciación.

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Correlativamente, y a tono con la distinción entre naturaleza y cultura, en antropología y arqueología del paisaje los especialistas distinguen y escinden el paisaje naturalmente dado de su representación, por lo común desestimando al primero como objeto o degradándolo en tanto cosa construida por (según los ánimos del momento) el lenguaje, el su- jeto, la experiencia, los símbolos, la sociedad, la cultura o la historia, como si por poder concebirse de ese modo pletórico de metáfora su materialidad se hiciese menos ominosa (Ingold 1993; Olwig 1993: 307-312; Penning-Rowsell y Lowenthal 1986; Bender 1993; Gosden y Head 1994: 113, 114; Hirsch 1995; Hirsch y O’Hanlon 1995; Ucko y Layton 1999: passim). Con estas lógicas que afanosamente separan, segregan, distinguen, desmembran, difieren o abandonan ya sea los acontecimientos o los contextos para nunca más volver a unirlos, se instaura en cada teoría no una ciudad sino necesariamente al menos dos, una de las cuales caerá siempre en los territorios de una especialidad sobre la cual los autores nada saben o quieren decir.

24
El objetivo de este libro de alto riesgo, al contrario de todo eso, es de carácter relacional e integrador, por más heterogéneos, arbitrarios e inconexos que parezcan ser los rasgos objetivos y subjetivos, geométricos e incorpóreos, formales y estéticos o arquitectónicos e identitarios que a los modelos que han de desenvolverse se les encomiende vincular. Encontrar esa clase de correspondencias improbables, esclarecer los nexos múltiples entre lo material y lo ideacional, religar disciplinas entre las que media un extrañamiento más hondo que el que distancia a cualesquiera sociedades, demostrar con alguna contundencia las posibilidades instrumentales de estas ideas insurrectas son, sospecho, al- gunas de las empresas más estimulantes que puede acometer la antropología urbana en los tiempos que corren. Se encontrarán obstáculos insalvables la mayor parte de las ve- ces y eso es seguro; pero también se comprenderá un poco mejor la naturaleza epistemológica de lo que se puede y de lo que no se puede hacer.



Referencia
REYNOSO, C. (2010). Análisis y diseño de la ciudad compleja: Perspectivas desde la antropología urbana (1st ed.). Buenos Aires: SB.


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