Williams Goldhagen, S. (2008). Algo de qué hablar. Modernismo, discurso, estilo
Williams Goldhagen, S. (2008). Algo de qué hablar.
Modernismo, discurso, estilo. Bitácora Urbano/Territorial, 1(12),
11–42. Recuperado de http://bdigital.unal.edu.co/22045/1/18607-60424-1-PB.pdf
15
Modernismo, Discurso, Estilo
Hay una palabra que deberíamos abstenernos
de utilizar para describir la arquitectura contemporánea.
Esta palabra es “estilo”. El momento en que cercamos la arquitectura
dentro de la noción de “estilo”, abrimos la puerta
hacia una aproximación formalista. El movimiento contemporáneo
no es un “estilo”... es una aproximación a la vida
que dormita inconscientemente dentro de todos nosotros.
Sigfied Giedion
Espacio, Tiempo y Arquitectura
¿Qué
fue, o es, el modernismo en arquitectura? Es probable que muchos lectores al
reflexionar sobre esta pregunta, incluso quienes no lo intenten, evoquen un
sólido desfile de lugares comunes sobre la forma. Cubiertas
horizontales; “transparencia” y mucho vidrio: muros de vidrio, puertas de
vidrio, divisiones en vidrio; edificios de hormigón reforzado o metal, de
limpios y definidos volúmenes; composiciones controladas por el rigor
geométrico; estructuras separadas de la piel del edificio que permiten espacios
fluidos, articulados ligeramente por divisiones espaciales que apenas tocan los
planos horizontales; una distribución dinámicamente asimétrica de los espacios;
una ausencia de ornamento o referencia histórica, calvinista en su rigor y
entendida como una abstracción; un énfasis compositivo que resulta del juego
enfático entre elementos y volúmenes A finales de la década de los veinte, un
reconocido conjunto de críticos e historiadores, y en menor medida de
arquitectos, destiló este conjunto de lugares comunes, tomándolo de une serie
de edificios, textos y exposiciones.
Gran parte
de estos autores suprimió de la vista las prácticas e ideas modernistas que no
cuadraban con sus intenciones. No obstante, con decir esto no se dice nada nuevo,
pues entre especialistas en historia y teoría de la arquitectura se presenta un
consenso general en torno a dos puntos: primero, que la imagen recién descrita
del modernismo en arquitectura no se deriva del amplio y revolucionario
movimiento arquitectónico entonces en curso, sino en gran parte de un
subconjunto central: el llamado Movimiento Moderno que eventualmente fue
codificado por el Congres Internationaux d`Architecture Moderne (CIAM);
segundo, que al ver el modernismo en arquitectura como este o cualquier otro
estilo, su complejay multifacética riqueza se reduce a un simple glosario.
15-16
Sin
embargo, aunque menos bien reconocido, se tiene que esta constelación de
lugares comunes formales que cosifica al modernismo arquitectónico en un
estilo, conserva, a pesar de su parcialidad y en el sentido kuhniano del
término, la condición de paradigma: un “modelo o patrón aceptado”, un
dispositivo que enmarca y presta coherencia a una disciplina y restringe su
campo de visión, tanto para la elaboración de problemas como para la expansión
de la crítica (Kuhn, 1970: 23). Como lo discute este artículo, el paradigma del
modernismo en arquitectura basado en el estilo todavía informa, además de la
recepción popular, la investigación académica11. La confianza en el paradigma
del estilo ha sido tal –incluso entre especialistas– que sus obvios defectos no
tienen por qué sorprender. Por definición, en virtud de su función como marco,
un paradigma abre grandes espacios conceptuales que requieren elaboración y
refinamiento, al tiempo que reduce, necesariamente, “la visión”. No obstante,
adoptado a veces de modo consciente y a veces sin reconocerlo, un paradigma “no
necesita explicar todos los hechos ante los cuales puede llegar a
confrontarse”(Kuhn, 1970: 17).
16 (pie de página):
(…)
estoy tomando la concepción de discurso Jürgen Habermas (1978: 305) en la cual
los actos de habla se asumen por parte de una comunidad de receptores como
aseveraciones hipotéticas sometidas al análisis crítico y la réplica –“Someto
mi máxima a los demás con el propósito de verificar y validar discursivamente
su petición de universalidad” – a “ la fuerza del mejor argumento”; ver también
Habermas (1978b: 40, 295) y Habermas (1987: 149-150). Los participantes en este modelo de discurso
empiezan suponiendo que el consenso puede ser idealmente alcanzado; sin
embargo, un discurso no requiere llegar al consenso para su verificación. Para
la ación comunicativa ver: Habermas (1987: 1-111); Thomas McCarthy (1991:
291-333) y Simone Chambers (1995: 233-259).
22
Concentrados
en las diferencias, estos autores pasan por alto las concordancias entre la
“tradición” y la “otra tradición” y, por lo tanto, concluyen que hay
diferencias de clase, donde hay apenas diferencias de grado. Además, al ignorar
la complejidad y heterogeneidad dentro del movimiento moderno, construyen una
tendencia alterna individual (erróneamente llamada tradición), la cual, en su
singularidad, está tan unida al linaje canónico del modernismo como la que
pretenden criticar. De ahí que en su búsqueda por desafiarlo, estos autores
refuercen la concepción paradigmática del modernismo. Paradójicamente, el
estilo permanece como el medio principal por el cual se establecen y mantienen
los límites del modernismo con su supuesto linaje.
24
las
adaptaciones arquitectónicas contemporáneas a la variedad de ideas y prácticas
entendidas como modernistas, son otra razón para que el paradigma del estilo
mediante el cual periodizamos el modernismo pueda ser defectuoso.
De acuerdo
con la periodización actualmente aceptada, la única manera de explicar una
porción notoriamente visible de la práctica contemporánea, sería proponer que
con la retirada del posmodernismo, el modernismo ha sobrevivido a su sucesor35.
Esta ridícula proposición indica la necesidad de repensar los supuestos básicos
en cuanto a lo que el modernismo ha sido y continúa siendo.
Teorizando
el estilo
El
paradigma del estilo ha servido a historiadores y teóricos de la arquitectura
moderna de muchas maneras. En su nivel más básico, ha logrado precisamente lo
que, siguiendo a Wölfflin, habían intentado sus creadores originales que era
explicar y analizar cómo las prácticas progresistas en arquitectura y urbanismo
del siglo XX constituyen un profundo cambio respecto a las del siglo XIX
26
Dada toda
esta problemática en torno a la periodización, la anomalía y la contradicción
que abunda en la literatura de la disciplina, resulta evidente que, a pesar de
su tenacidad cognitiva, el estilo ya no puede servir como el marco
conceptual mediante el cual explorar el modernismo en arquitectura. Que el tema
de las anomalías haya adquirido tal prominencia, hasta convertirse en una
subárea en sí misma, sugiere que hay algo fundamentalmente equivocado respecto
a la concepción y formulación del modernismo en arquitectura. Las excepciones
han proliferado a tal punto que han sofocado el paradigma (…)
Muchos
investigadores, incluso sin buscarlo de modo explícito, han migrado hacia
enfoques centrados menos en las formas y más en las intenciones socio-éticas
del proyecto: hacia lo que los proyectistas creyeron que sus formas podrían
significar para la sociedad y la gente para la cual proyectaban.
(…)
Mertins
(2001: 131) argumenta que Mies trataba de lograr “una arquitectura del llegar a
ser”, que permitiese una intensa autorrealización personal en un mundo
alienado: “la materia está a un mismo tiempo fija y en movimiento, atrapada en
un estado de tensa vibración, en un momento congelado, a punto de llegar a ser.
La sustancia del edificio se afirma a sí misma al tiempo que se disuelve,
licuándose al contacto con el ojo. Las columnas cruciformes de cromo, aunque
palpables, se autodiluyen. Se materializan como fantasmas y se evaporan en un
juego de reflexiones, llevando al observador a repetir el mismo juego”.
(…)
Para
Evans, estas opciones estéticas deben entenderse en el contexto de un vacilante
y políticamente inestable ambiente de crisis en la República de Weimar. Mies
construyó su pabellón nacional dentro de un sistema político fundado sobre
arena, precisamente como una “máquina para el pensamiento”, un edificio que “se
alimenta de ideas”, creando una arquitectura que es física, pero incorpórea
(…)
27
Este tipo
de indagación es común hoy en día al estudiar cualquier arquitecto o
institución modernista, no sólo en la investigación sobre Mies. Subyace a tales
estudios la suposición de que los arquitectos en cuestión entendieron su acción
social como una vocación, con lo cual, siguiendo a Jürgen Habermas, quiero decir
una acción que toma en cuenta la conducta y las necesidades de los otros, y se
orienta hacia éstos. Muchas investigaciones contemporáneas suponen que el
modernismo en arquitectura constituye una acción social; y son los mismos
profesionales de la arquitectura modernista, en cuanto fueron ellos mismos
quienes de manera explícita enmarcaron sus objetivos en términos socio-éticos,
quienes constituyen la fuente primaria para la suposición43. Le Corbusier
(1927: 17) insiste que “la arquitectura es un asunto de moralidad”. Taut (1929:
9). afirma que la arquitectura debería ser “creadora de nuevos preceptos
sociales”
Tales
declaraciones se han utilizado en el pasado como un lazo de horca del cual
colgar por entero el proyecto modernista. Los críticos posmodernos del
modernismo deploran el elitismo subyacente de lo que, afirman, no es nada menos
que una ofensiva y condescendiente forma de ingeniería social. Historiadores y
teóricos inspirados en Michel Foucault, o en varios miembros de la Escuela de Frankfurt,
interpretan tales aspiraciones como intentos por apuntalar el interés del
status quo –más específicamente, de la máquina capitalista. Para estos
escritores, la retórica ilustrada de los arquitectos sobre la autorrealización,
la racionalización y el progreso, consiste, en esencia, en envolver intereses
propios y ajenos dentro de una capa de fines instrumentales.
28
Estos
arquitectos y sus colegas, al observar las implicaciones éticas de su práctica
modernista, abrazan la convicción de que hacer edificios en el mundo es, por
definición, una acción social. Para ellos, la obligación ética del
profesional consiste entonces en reflejar la clase de acción social que se
propone y lo que se aspira lograr por medio de ésta. En palabras de Max Weber
(1946: 152-153), implica que el arquitecto debe ser capaz de “darse a sí mismo el
sentido final de su propia conducta”.
El estilo
es de poca utilidad para el analista que busca desenterrar unas intenciones
socio-éticas que se formulan a partir de convicciones heredadas (…) Como tal,
cualquier intención se puede discernir y entender sólo en el contexto en
el cual se formó, a través de analizar la noción del arquitecto sobre qué
significa hacer arquitectura en el mundo de la política, la sociedad, la economía
y la cultura. A partir de las convicciones de los arquitectos en estos asuntos,
heredadas, incorporadas, deducidas, asumidas, transformadas, entendidas a
medias o afirmadas de manera consciente, cada uno construye de forma deliberada
y por voluntad propia un conjunto de convicciones socio éticas sobre su
vocación.
A menudo,
las claves conscientes o preconscientes sobre las intenciones socio éticas del
arquitecto se pueden discernir de sus opciones estilísticas. Sin embargo, entre
un conjunto dado de gestos estilísticos y un conjunto dado de intenciones ético
sociales no existe una relación uno a uno: un estilo puede tener múltiples
significados por la simple razón de que cumple varias funciones dentro del
mundo de la práctica de un arquitecto. Estas otras funciones pueden competir, o
simplemente relacionarse con la agenda ética del arquitecto, puesto que al
estandarizar un contenido informativo, el estilo se utiliza a veces para
establecer y mantener los límites del protocolo social. Así, un arquitecto (o
un crítico que defienda el protocolo) puede adoptar un cierto conjunto de
clichés estilísticos para ingresar a un grupo preexistente de arquitectos y
clientes, o para mantener un estatus dentro de ese grupo (Bordieu, 1985: 50-53;
Preziozi, 1982: 147). En tales casos, un arquitecto puede emplear un estilo con
intenciones que difieren de lo que éste significa dentro de la jerga
arquitectónica común (basta considerar la consonancia formal y la divergencia
de intenciones políticas de André Lurçat y Le Corbusier); o puede también
separar el estilo de sus métodos de diseño o del fundamento materialista en los
cuales se concibió originalmente (como ocurre con algunas interpretaciones de
Skidmore, Owings y Merrill sobre el trabajo de Mies), o puede emplear algún
elemento común tomado de un lenguaje arquitectónico familiar e invertir esta
familiaridad, como cuando Gropius emplea el lenguaje de la fábrica
norteamericana para una escuela de arte de élite en Dessau.
Es un
hecho que las similitudes estilísticas pueden enmascarar objetivos claramente
divergentes.
28 (pie de
página):
En
esencia, sugiero que los arquitectos modernistas concibieron su práctica
profesional como una vocación, en el sentido weberiano del término: Weber
afirma que cuando la ciencia se persigue como vocación no consiste sólo en la
búsqueda de un conocimiento concreto sino un intento por responder a la
pregunta de León Tolstoy, “¿qué debemos hacer y cómo debemos organizar nuestras
vidas?”. El verdadero científico, escribe Weber, debe ser capaz de “darse
cuenta a sí mismo del significado final de su propia conducta”.
29
Por el
contrario, las diferencias de estilo pueden enmascarar objetivos y programas
éticos compartidos.
(…)
El estilo
se privilegia entonces de manera errónea como generador de, en lugar de generado
por, el modernismo. También de
manera errónea, el estilo se concibe como fundamento conceptual del pensamiento
modernista, en lugar de tomar sus manifestaciones como artefactos y expresiones
visuales de ciertas intenciones socio-éticas, y de ciertas convicciones sobre
el papel de la arquitectura en el mundo moderno.
31-32
Hacia un
discurso
del
modernismo en arquitectura
¿Es
posible deshacerse de los problemas de periodización, de la tiránica definición
del estilo y de la de sus ajustes ad hoc en una legión de anomalías? ¿Se puede evitar
el privilegio de uno u otro aspecto del modernismo
sin reducirlo artificialmente a un único aspecto, y evitar así su discusión,
unas veces como estilo, otras como un movimiento históricamente delimitado,
otras como una simple “determinación” a ser
moderno,
cambiando las definiciones según la conveniencia o la intención polémica de
turno? Tal vez no del todo. Pues, como escribe Bourdieu, “no hay escape del
juego de la cultura… la única oportunidad de hacer objetiva la verdadera
naturaleza del juego, es objetivar tanto como sea posible, las operaciones
mismas que uno se ve obligado a utilizar para lograr tal objetivación”
(Bordieu, 1985: 12) (…)
32
Desde la
publicación de Teoría y diseño de Banham, ha sido de rigeur narrar
la biografía del modernismo persiguiendo las interacciones de un bien conocido grupo
de personajes en Estados Unidos y Europa, poniéndolos a todos a discutir y debatir
–en otras palabras, un discurso. Derivada del latín medieval “argumento” y del
latín “ir y venir”, la palabra “discurso” se utiliza por lo general para
identificar una serie de discusiones y debates sobre un conjunto relativamente
cerrado de preguntas. Figurativamente, un discurso consiste en una cantidad de
personas que van y vienen sobre un argumento; o con mayor precisión, una serie
de discusiones y argumentaciones relacionadas entre sí, regidas por un conjunto
de principios y preocupaciones y compartidas.
Menos
figurativamente, un discurso consiste en la expresión extendida de unas ideas
acerca de un grupo de temas relacionados entre sí, dirigido por un grupo autoseleccionado
de individuos, dentro de un conjunto disperso de instituciones sociales y
dentro de un período definido (no necesariamente un tiempo corto). Se centra en
un conjunto esencialmente coherente de preguntas y cuenta con su propia jerga y
su propia selección de temas. En otras palabras, en un discurso se le ofrece a
una comunidad de receptores –utilizando una jerga propia de la filosofía contemporánea–
un acto de habla, como una afirmación intrínsecamente hipotética que se somete
a la comunidad, con la esperanza de “validar discursivamente una petición (claim)
de universalidad” (McCarthy, 1987: 292).
¿Qué tal
entonces si el modernismo se conceptualiza, no como el resultado de un
discurso, sino como un discurso en sí mismo?. Desde este modo de ver,
los edificios, proyectos y planes urbanos –incluyendo sus posiciones
estilísticas– y también sus manifiestos, exposiciones y otras contribuciones,
han sido propuestas hipotéticas, presentadas a una comunidad identificable de
receptores –arquitectos, urbanistas, críticos, curadores, historiadores y
teóricos– con la intención de probar discursivamente el método y la validez de
cada propuesta. Tomadas en conjunto, estas propuestas generan y vinculan una
serie de discusiones y debates sobre un relativamente autónomo, con lo cual
quiero decir cerrado, pero también disperso o desunido, conjunto de preguntas.
Para los arquitectos
profesionales, las fuentes primarias a través de las cuales se dan estos debates
son sus propios proyectos y edificios; y las fuentes secundarias: exposiciones,
conferencias, críticas y libros.
33
(…) Para
concebirlo como un discurso, sin embargo, se requiere necesariamente acudir al
trabajo de varias generaciones de investigadores, cuyos hallazgos e intuiciones
funcionan como antecedentes. Simultáneamente, se solucionan algunos de los
mayores problemas identificados pero todavía sin resolver por parte de la
investigación.
34
(…) Una
clara indicación de la relativa autonomía de esta comunidad discursiva la
evidencia el lenguaje utilizado por arquitectos, críticos, curadores,
historiadores y teóricos. Durante los veinte, por ejemplo, palabras como
“funcional”, “racional”, “nuevo”, “moderno” e “internacional” se proponen para
describir la germinación de un movimiento en arquitectura. El significado de
estos términos se definió principalmente por sus diferencias entre sí, como en
un sistema semiótico. De manera análoga a la descripción de estilo de Bourdieu
(1985: 260, 164 y 170) , cada uno de estos términos “sólo puede constituirse en
relación con los otros, que funcionan como su negación subjetiva y objetiva, de
modo que su significado se invierte por completo, dependiendo del punto de
vista adoptado”. La apropiación relativa de cada uno de estos términos y las
mínimas diferencias entre ellos, fue ampliamente debatida.
35
Durante
los veinte, tales debates se mueven en torno a un disperso conjunto de
interrogantes, que incluyen: ¿Cuál es el papel adecuado para la tecnología y el
descubrimiento científico en la vida moderna? ¿Qué papel puede jugar la
tradición arquitectónica en una disciplina del presente que está visible e
insistentemente rodeada por artefactos de su propio pasado? ¿Pueden la arquitectura
y el diseño urbano tener el potencial para servir como agentes del cambio
social? ¿De qué manera puede la arquitectura, o debe, abrazar o avanzar una agenda
política? ¿En una vocación como la arquitectura, tan imbricada en el tejido
mismo de la sociedad, hay algún potencial transformador social en la reflexión
privada y la revelación?
36
(….) Con
todo, un paradigma del modernismo basado en el discurso, en el cual
generaciones sucesivas de participantes debaten un conjunto común y
estructurado de preguntas y problemas, sería también lo suficientemente flexible
para acoger de forma simultánea la casa Kuhner de Loos, la Villa Saboya de Le
Corbusier, el edificio Shell de Oud, el Town Hall de Dudok, las viviendas
producibles en serie de Gropius en Stutgart, la casa King’s Road de Schindler y
La Miniatura de Wright en Los Ángeles.
(…)
36-37
El
discurso del modernismo en arquitectura como acción comunicativa
Conceptualizar
el modernismo en arquitectura como un discurso centrado en el problema de cómo
el ambiente construido debería imbricarse y responder al complejo fenómeno de
la modernidad, en lugar de rechazarlo o ignorarlo, reposiciona el discurso como
parte de una amplia, profunda y fundamental formación socio cultural.
(…)
A través
de la historia del modernismo en arquitectura, tales fenómenos externos han
contribuido a darle forma al discurso. Propongo entonces que este discurso se enmarque
dentro cuatro dimensiones relacionadas entre sí pero conceptualmente
diferentes. Una dimensión cultural centrada en las relaciones entre
arquitectura y arte, y entre la arquitectura y sus propias tradiciones. Una
dimensión política centrada en la clase de instituciones políticas y económicas
que la arquitectura podría y debería impulsar. Una dimensión social centrada en
la clase de fenómenos –sociales, culturales, políticos, económicos– que
compendian la modernidad; en cómo la arquitectura puede subrayar lo que
conviene acerca de lo que se considere primordial, y en remediar aspectos
generadores de consecuencias indeseables, propias de la modernidad. Y una
dimensión formal centrada en el lenguaje arquitectónico: lo que el lenguaje arquitectónico
puede y no puede transmitir, y qué clase de lenguaje puede aludir, tanto a las
condiciones de modernidad como un todo, como a las posiciones de cada individuo
en cada una de las otras tres dimensiones.
El discurso del modernismo en arquitectura como acción
comunicativa
|
|
Dimensión cultural
|
Relaciones Arq-Arte; Arq y sus tradiciones
|
Dimensión política
|
Instituciones políticas y económicas que la Arq. podría y
debería impulsar
|
Dimensión social
|
Cómo la arquitectura puede subrayar lo que se considere
primordial, y remediar aspectos generadores de consecuencias indeseables
|
Dimensión formal
|
Lo que el lenguaje arquitectónico puede y no puede transmitir, y
qué clase de lenguaje puede aludir, tanto a la modernidad como un todo, como
a las posiciones de cada individuo en cada una de las otras tres dimensiones.
|
37
(…) es
probable que cada uno considere que los aspectos prescindibles o mal concebidos
de su propio discurso, así como la fuerza moral de cada uno de ellos, serán
resueltos por medio de la observación empírica, la discusión y el debate.
(…) el
discurso del modernismo en arquitectura puede haber sido –y de hecho, continúa
siendo– acerca del logro efectivo de fines instrumentales. Pero también parece
haber sido, y seguir siendo, lo que Habermas llama acción comunicativa. El
modernismo en arquitectura fue, y continúa siendo, una conversación en curso,
una discusión acerca de cómo, viviendo dentro de las condiciones culturales,
políticas, sociales y económicas de la modernidad, una nueva conceptualización del
ambiente construido puede contribuir al aumento de la conciencia de sí de los
individuos, a un presente más humanizado y a la previsión de un futuro mundo
mejor (Habermas, 1978a: 336-337).
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