Latour, B. (2010). Atmosphère, atmosphère
Latour, B. (2010). Atmosphère, atmosphère. In J. García-Germán
(Ed.), De lo mecánico a lo termodinámico (1st ed., pp. 93–110). Gustavo
GIli.
93
(…) en una serie de libros
audaces, el filósofo alemán Peter Sloterdijk ha llegado recientemente a
realizar una nueva aproximación a la filosofía en la que destaca la importancia
de las condiciones atmosféricas para nuestras vidas. Llega a formar una especie
de meteorología extendida con la que argumenta que los filósofos se han
obsesionado demasiado por objetos y sujetos, y no lo suficiente con el aire
acondicionado. Envolventes, esferas, pieles, ambientes: éstas son las
verdaderas “condiciones de posibilidad” que la filosofía ha intentado vanamente
extraer de infraestructuras totalmente inaccesibles.
Lo que Sloterdijk hace en la
filosofía, Olafur Eliasson lo hace en su arte. En ambos casos, simplemente se
ignoran las viejas y agotadas divisiones entre salvaje y lo domesticado, lo
privado y lo público, lo técnico y lo orgánico, y se sustituyen por un conjunto
de experimentos sobre las condiciones que alimentan nuestras vidas colectivas.
Visto desde este punto de vista, el control climático no viene inspirado por
una ambición insensata de control absoluto de los elementos, sino por un deseo razonable
de averiguar qué tipo de espacio respirables es el que mejor conduce hacia una
vida civilizada. La cuestión más importante es cómo vamos a sobrevivir. ¿En qué
tipo de medio interior deberíamos aislarnos?
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Desde
que las ciencias se han extendido hasta el extremo de convertir el mundo entero
en un laboratorio, los artistas se han tenido que poner la bata blanca, como
muchos otros; vaya, como todo el mundo. Todos formamos parte de los mismos
experimentos colectivos. Tanto Sloterdijk como Eliasson exploran nuevas formas
de escapar a los estrechos limites de la modernidad. Se benefician del rico
sustrato proporcionado por las ciencias, pero le dan la vuelta a sus
resultados, no para dar cuenta de una gran narrativa del progreso, sino tan
sólo para explorar la naturaleza de las atmósferas en la que todos intentamos
sobrevivir de forma colectiva.
(…)
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Es
como si, a continuación de la era de la ciencia hubiéramos entrado en la era
del experimento. Hemos pasado de la ciencia y su sueño moderno del control
total a la investigación sin poner jamás en duda ese sueño original del
control, ni siquiera aunque sean evidentes sus consecuencias indeseadas. El
problema es que, a pesar de que sabemos cómo llevar a cabo un experimento
científico en los estrechos confines de un laboratorio, no tenemos ni idea de
cómo realizar experimentos colectivos en la confusa atmósfera de toda una
cultura.
En tiempos pasados, un científico o un
filósofo de la ciencia trabajaba en lugares cerrados, en laboratorios, donde un
pequeño grupo de expertos reducían (o aumentaban) de escalas fenómenos que
podían repetir a voluntad a través de simulaciones o modelos antes de presentar
los resultados. Entonces, y sólo entonces, podían difundirse, aplicarse o
probarse en la esfera pública. Reconocemos aquí la teoría de la “difusión” de
la influencia científica: desde un reducido centro ilustrado racional, el
conocimiento surgía y se extendía lentamente hacia el resto de la sociedad. El
público podía escoger entre descubrir los resultados de las pruebas de
laboratorio o mantenerse indiferente, pero, ciertamente, no podía añadirse a
ellas ni disputarlas, y mucho menos contribuir a su elaboración. La ciencia era
una activad que se desarrollaba dentro de las paredes del laboratorio. Los
experimentos se llevaban a acabo con animales, materiales, cifras y software.
Fuera del laboratorio se encontraba el reino de la experiencia, no el del
experimento.
95-96
Decir que no queda nada de este modelo
de difusión de la producción científica sería quedarse corto. El laboratorio ha
extendido sus muros a todo el planeta. Los instrumentos están por todas partes.
Las casas, las fábricas y los hospitales se ha convertido en sucursales de los
laboratorios. Piénsese, por ejemplo, en la red de satélites del Sistema de
Posicionamiento Global (GPS), con la que geólogos y naturalistas pueden ahora
tomar medidas con el mismo rango de precisión dentro y fuera de sus laboratorios.
Piénsese en los sistemas de monitorización de cupos pesqueros, de volcanes, de
glaciares: por todas partes, los instrumentos atraviesan el “mundo exterior” como
si éste estuviera hecho de papel milimetrado. Piénsese en los nuevos
requerimientos de trazabilidad, control de calidad y estandarización, que son
tan rigurosos en las fabricas como fuera de ellas. La diferencia entre la
historia natural —una ciencia de exteriores— y la
ciencia de laboratorio se ha visto lentamente erosionada; tanto que mediante
equipos 3D ahora es posible organizar “estudios de campo” dentro de paisajes de
datos proyectados sobre pantalla de una sala de reuniones. Con un ojo en el
campo de batalla real y el otro en el “campo de batalla digital”, los soldados
de la reciente guerra de Irak deben haber tenido dificultades para determinar
la diferencia entre el interior y el exterior de los cuartos de mando y control.
(…)
96
¿Cuál
es la diferencia entre este experimento colectivo y lo que antes solía llamarse
un tema “político”? Nada. Y esa es precisamente la cuestión. Esa marcada distinción
entre, por un lado, los laboratorios científicos que experimentan sobre teorías
y fenómenos entre sus cuatro paredes y, por otro, un exterior político en el
que personas no expertas trajinan con los valores humanos, las opiniones y las
pasiones, se está desvaneciendo ante nuestros ojos. Los experimentos a los que
nos vemos sometidos, por y para nosotros mismos, carecen de protocolo. Nadie
está a su cargo. A nadie se le confía la responsabilidad explícita de
monitorizarlos. ¿Quién tiene la última palabra, el poder de decidir por todos
nosotros? Por eso es por lo que se reclama una nueva definición de soberanía.
97
No obstante, cuando me refiero a que
la diferencia entre el interior y el exterior del laboratorio ha desaparecido
no estoy diciendo que de ahora en adelante todo vaya a ser política. Sólo digo que
las controversias científicas contemporáneas están diseñando lo que Arie Rip y
Michael Callon ha denominado “foros híbridos”. Antes había dos tipos de
representación: la representación de las cosas de la naturaleza —y ahí
la palabra ‘representación’ significa exactitud, precisión y referencia— y la
representación de las personas en sociedad, donde ‘representación’ significa
confianza, elección, fidelidad, obediencia. Una manera sencilla de caracterizar
nuestros tiempos es decir que los significados de representación se han fundido
en uno, en torno a la existencia de algún tipo de nueva entidad que se
convierte en objeto de preocupación colectiva (…)
(…).
La marcada diferencia que parecía tan importante entre quienes representan a
cosas y quienes representan a personas sencillamente se ha desvanecido. Lo que
cuenta es que todos esos portavoces están en la misma sala, embarcados en el
mismo experimento colectivo, en un barullo de gentes y cosas. Esto no significa
que todo sea política, sino que sin duda hay que concebir una nueva forma de
política, como define tan insistentemente Peter Sloterdijk en su vertiginoso
texto Normas para el parque humano (…)
98
(…) Si
uno atiende a la prensa científica, así como a la profana, apenas hay cosas que
a través del litigio y denuncia no se hayan convertido en casos; affaires
qué diríamos en francés, res en latín, aitia en griego. De ahí la
expresión que he escogido para esta nueva política: “el parlamento de las cosas”.
Acomodémonos
un momento a esta gran transformación. Es una de las desgracias intelectuales
más trágicas de nuestros tiempos que los mejores cerebros, las más altas
autoridades morales que poseemos, sueñen sólo con una cosa: “Si tan siquiera -dicen-
pudiéramos controlar la ciencia, separar enteramente del reino de los valores
humanos , mantener a la humanidad segura y protegida de la inversión de la
racionalidad instrumental, podríamos vivir vidas mejores” John Rawls, por
ejemplo, nos invita a juzgar sobre valores ocultos que hay detrás de un “velo
de ignorancia”, mientras que a Jürgen Habermas le gustaría situarnos más allá
de la “objetificación” y la “cosificación” para poder deliberar con más
libertad ¡Quieren mantener a la ciencia y la tecnología lo más lejos posible de
la búsqueda de valores significados y objetivos finales! ¿No estamos ante una
tragedia si, como he planteado, las tendencias actuales van en dirección
exactamente opuesta, y nuestra preocupación más urgente hoy es poder reunir a
humanos y no humanos en los mismos foros híbridos para inaugurarlo antes
posible ese parlamento de las cosas? (…)
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(…) De ahora en adelante, utilizaré
esos términos de contraste: las “cuestiones de hecho” de la modernidad —inventadas
por motivos políticos en el siglo XVII— y las
“cuestiones de interés” no modernas en que nos vemos ahora enredados.
(…)
hay gente que todavía muestra su oposición mediante la idea de dividir la
ciencia y la humanidad en “dos culturas”, pero sus esfuerzos se han trasladado
al interior de las propias ciencias, que, mientras tanto, se han extendido para
abarcar por completo la cultura y la política. Las líneas que marcan el terreno
de juego político, moral, ético y artístico se encuentran ahora dentro de las ciencias
y de la tecnología, pero decir “dentro” ya no significa nada, puesto que están
a su vez en todas partes, en esos experimentos colectivos en los que todos
estamos implicados. Si no queda nada de la diseminación del modelo de
producción científica, tampoco quedará nada del argumento de las dos culturas, ni
siquiera aunque nuestros mejores cerebros sigan soñando con mantener separados
los hechos científicos y los valores humanos, o —más
extraño todavía— esperen “construir un puente” entre ambos
dominios como si no estuvieran hoy completamente entrelazados. Tal vez se trate
menos de una estrategia que de una farsa.
100
(…)
Quienes
sueñan con separar hechos y valores creen que un vector director del tiempo, un
impulso hacia adelante, distingue con claridad el pasado del futuro. “Ayer —dicen—
todavía mezclábamos las cosas —medios y objetivos, ciencia e ideología,
cosas y personas—, pero mañana separaremos hechos y valores de
forma aún más marcada. Ya no confundiremos la manera en que el mundo es
realmente con la manera en que debería ser. Otros, en el pasado, crearon esa
confusión; nosotros no lo haremos en el futuro”. Haga la prueba, realice el
experimento, pregúntese si siente esa trayectoria del vector director del
tiempo. Si es así, usted es un moderno. No tiene nada de malo; está en buena
compañía. Si duda, aunque sea un poquitín, es usted un posmoderno. Pero si en
el fondo de su corazón está convencido de que aunque las cosas del ayer estaban
un poco enredadas y confusas, los hechos y valores del mañana, humanos y no
humanos, estarán todavía más enmarañados, entonces ya ha dejado usted la
modernidad de lado. Ha entrado en un mundo diferente o, mejor dicho, ha dejado
de creer que está usted en un mundo distinto al del resto de la humanidad.
(…)
101
(…)
Fin del paréntesis moderno; comienzo de (o retorno a) ¿qué? ¿La segunda
modernidad? ¿” La modernización reflexiva” como propone Ulrich Beck? ¿Lo
antimoderno? ¿Por qué no lo “terrenal”, lo “mortal”, lo “antropológico”, lo
“ordinario”? Sí, “ordinario”, mi palabra preferida. Al dejar de ser modernos,
nos volvemos humanos ordinarios de nuevo.
Pero, ¿Cómo podría ayudarnos el haber
dejado de ser modernos para llevar a cabo una política sobre las controvertidas
cuestiones de interés, para inaugurar este parlamento de las cosas, cuyas
normas deben escribirse, y establecerse su libro de protocolo? ¿Cómo podría
hacerse más fácil la definición de la nueva soberanía?
(…)
102
¿Qué
es un cosmos? Como sabemos por el griego y por la palabra ‘cosmética’, significa
un arreglo bello, y lo opuesto sería un cacosmos, un desastre espantoso,
como lo define Platón. Una vez
damos por hecho que sólo existe un cosmos, conocido por una ciencia unificada y
simplificado como una sola naturaleza (…)
(…)
No hay nada nuevo en estos cosmogramas, ya que la política nunca ha tratado simplemente
los valores humanos, sino que también lo ha hecho sobre las infraestructuras,
el urbanismo, las fronteras, el paisaje, las formas de vida, la industria, la
economía, etc. La prueba de todo ello es el hermoso fresco de Ambrogio
Lorenzetti, la famosa alegoría del buen y del mal gobierno en el Ayuntamiento
de Siena. Este cuadro no sólo enfrenta a buenos y malos, sino, y sobre todo, a
paisajes armoniosos y destruidos, casas hermosas y feas, económicas prósperas e
indigencia. Las cosas, mezcladas por todas partes con las personas; siempre lo
han estado.
102-103
Existe, no obstante, una gran
diferencia en la forma en que las reivindicaciones políticas pueden articularse
ahora en torno a cosmogramas y la forma en que eran autorizadas en el pasado. “El
Gran Pan ha muerto”, la naturaleza ha desparecido, y también los “expertos” que
mediaban entre la producción de la ciencia y los deseos o ambiciones de la
sociedad. Por “naturaleza” me refiero a ese cosmos unificado que podía atajar
los debidos procesos políticos al definir de una vez por todas en qué mundo
tenemos que vivir todos. Contra lo que pudiera parecer a primera vista, la
naturaleza no es un objeto exterior, sino sobre todo un ente político propio:
es la forma en que definíamos el mundo que tenemos en común, la existencia
obvia que compartimos, la esfera a la que todos pertenecemos en igualdad.
Además de la naturaleza, decíamos, existe aquello que nos divide, que nos hace
enemigos, que nos dispersa en una vorágine de controversias, es decir: pasiones,
subjetividades, culturas, religiones, gustos, etc., la naturaleza unifica de
antemano y sin discusión ni negación; las culturas dividen. “Si tan siquiera —sueña
el moderno— pudiéramos ser todos hijos de la naturaleza,
olvidar nuestras divisiones culturales, subjetivas, ideológicas y religiosas,
caminaríamos de nuevo todos unidos hacia la misma solución.” Más naturaleza,
luego más unidad; más culturas, luego más divisiones.
(…)
104
En
caso de que la primera prueba no resulte del todo convincente, aquí tiene otra,
para decidir si usted es moderno, posmoderno o un pobre mortal. ¿Cree usted que
la segunda torre de Babel llegará al Cielo y que todo el planeta, completamente
naturalizado, se pondrá racionalmente de acuerdo en las cuestiones importantes,
con escasas diferencias, tan sólo puntuales y debidas a opiniones subjetivas y
pasiones sobrantes? Una prueba sencilla, clara, pero muy exquisita: ¿asocia
usted la naturaleza con una unificación ya realizada, o con más divisiones, que
acusan la necesidad acuciante de una unificación futura?
Tengo la sensación de que vivimos en
las ruinas de la naturaleza —en todos los sentidos de la
expresión— y también cada vez más y más en las ruinas de
esas ciencias, tan prolíficas durante el siglo xx que soñaban con unificar prematuramente el
cosmos sin tomarse la molestia de poner en práctica lo que Isabelle Stengers
denomina “cosmopolítica”. Tomemos prestada esa venerable palabra que los
estoicos, que quiere decir que deberíamos estar en consonancia no sólo con las muchas
cualidades de la multiculturalidad y el internacionalismo, sino también con las
muchas preocupaciones de la multinaturalidad. Toda la civilización se ha creado
bajo el lema del “cosmopolitismo”, porque era evidente que todos compartimos
una naturaleza, y en especial una naturaleza humana, que tiene que
reinventarse, en esta ocasión con la terrible dificultad añadida de que hay
muchas naturalezas en liza y que tienen que unificarse según procesos
adecuados, una tarea agónicamente lenta. El mundo real no se encuentra detrás
de nosotros como un terreno sólido e indisputable para el acuerdo, sino ante
nosotros como un objetivo arriesgado y fuertemente disputado que queda muy
lejos en el futuro.
(…)
106
(…)
En resumen, podríamos decir que cuando Galileo Galilei modificó el tropo
clásico del “libro de la naturaleza” diciendo que estaba “escrito en caracteres
matemáticos”, poco podía prever que ahora tendríamos que decir que el “libro de
la naturaleza” es de hecho un libro de protocolo, un legado gigantesco y
complejo de debe escribirse en una mezcla de jeroglíficos legales, morales,
políticos y matemáticos. Sigue siendo un libro, pero qué distinto se lee…
Lo que Peter Sloterdijk en la
filosofía meteorológica y Olafur Eliasson en el arte meteorológico intentan
hacer es explorar lo que podría denominarse una forma de idealismo
completamente nuevo. El idealismo defendía la idea, más bien tonta, de que todo
el mundo exterior sólo existía en la mente, elevada así al nivel de un demiurgo
omnipotente. Los idealistas se equivocaban en relación al poder de la mente,
por supuesto, pero en algo estaban en lo cierto: las cosas interesantes ocurren
en el interior, no en el exterior. Debido a la extensión simultanea de la
ciencia y al siempre creciente entrelazamiento de las actividades humanas con
las cosas, ya no hay exterior. (…)
(p.
106)
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